Los efectos de la contaminación sobre la salud se empezaron a investigar en los años 50 a raíz de una situación similar a la que vive Madrid estos días, aunque con niveles de contaminación mucho menores que los actuales. La inversión térmica provocó que los niveles de dióxido de sulfuro y de partículas en suspensión se disparasen en la ciudad de Londres y los médicos comenzaron a darse cuenta de que los ingresos hospitalarios por enfermedades respiratorias y cardiovasculares aumentaban. Y también lo hizo la mortalidad durante aquellos días.
La composición y los niveles de contaminación varían de un sitio a otro dependiendo de la intensidad del tráfico, del tipo de flota (proporción de vehículos diésel y de gasolina), del mapa urbanístico y de las condiciones climáticas.
Es cierto que existen unos límites legales máximos marcados por la legislación europea y que hay también fronteras marcadas por la Organización Mundial de la Salud (OMS) -mucho más estrictas que las marcadas por la ley- que no se deberían sobrepasar. No obstante, los estudios realizados en busca de los umbrales de seguridad revelan que no existen niveles mínimos para que no haya efectos sobre la salud. Con respecto a las partículas emitidas por los vehículos diésel, por ejemplo, no hay un umbral de efecto sobre la salud cero. Ni siquiera los máximos recomendados por la OMS son inocuos.
Pero esto no debe desviar la atención del problema de la mala calidad del aire en las ciudades. Cuanto menor es el nivel de contaminación, menores son los efectos sobre la salud de los ciudadanos. Ha habido ejemplos sonados, como los Juegos Olímpicos de Pekín o el fin del carbón en Dublín en los años 90, en los que una reducción drástica de la contaminación urbana hizo que descendieran los problemas respiratorios y también los cardiovasculares.
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