En 2008, un estudio de la Universidad de Cambridge demostró que las crisis bancarias disparan las muertes por problemas de corazón. Según sus datos, el miedo y la angustia de ver peligrar los ahorros de toda una vida pueden provocar un aumento del 6,4% de los fallecimientos por infarto, al menos en los países ricos.
Pero éste no es el único trabajo que ha sacado a la luz los lazos que existen entre el estrés y la salud cardiovascular. De hecho, hace tiempo que los médicos saben que el corazón y el cerebro se resienten con la presión y las tensiones, aunque, hasta ahora, no estaban claros los mecanismos que explican esta relación.
Una investigación publicada en el último número de la revista The Lancet describe, por primera vez, todos los posibles eslabones de esa cadena. Y señala que la actividad de la amígdala, una parte del cerebro involucrada en el manejo de las emociones, es clave para iniciar el proceso. Es más, sugiere que la actividad de la amígdala puede ser útil para predecir, de forma independiente a otros factores de riesgo, la posibilidad de padecer un problema cardiovascular.
Aunque sus conclusiones necesitan confirmación, los autores de la investigación sugieren que el hallazgo puede ayudar a encontrar nuevas formas de reducir el riesgo cardiovascular y piden que el estrés crónico se trate en las consultas como un factor de riesgo cardiovascular importante, recibiendo una atención similar a la que se presta a otros signos de alarma, como la hipertensión o el tabaquismo.
La investigación
Para llevar a cabo su trabajo, los investigadores sometieron a 293 individuos sin problemas cardiovasculares previos a un PET-TAC, una prueba que combina dos técnicas de imagen y permite ver la actividad y el metabolismo de los tejidos y órganos del cuerpo. Después, registraron durante casi cuatro años cualquier problema cardiovascular experimentado por los participantes.
Al estudiar los datos obtenidos -durante el seguimiento un total de 22 personas sufrieron un infarto, una angina o un ictus-, los investigadores de la Universidad de Harvard, dirigidos por Ahmed Tawakol, comprobaron que los que presentaban una mayor actividad amigdalar tenían también un mayor riesgo de padecer antes un problema cardio o cerebrovascular. Esa activación se asociaba, a su vez, con una mayor actividad de la médula ósea y con signos claros de inflamación de las arterias.
Aunque los investigadores no han podido establecer una relación causal, sugieren la existencia de un mecanismo en cadena entre los fenómenos observados: los incrementos en la actividad de la amígdala provocarían un mayor trabajo de la médula ósea que, espoleada desde el cerebro, aumentaría su producción de células hematopoyéticas, como glóbulos blancos. En última instancia, estas células alterarían el estado de las arterias, provocando inflamación y favoreciendo la formación de placas de ateroma, la antesala de la isquemia.
En un subexperimento dependiente de la investigación principal, los científicos evaluaron posteriormente los niveles de estrés percibidos por 13 individuos con problemas de estrés crónico -como trastornos de estrés postraumático-. Y comprobaron que sus percepciones de estrés se asociaban con una mayor actividad amigdalar, un incremento de la inflamación en las arterias y un aumento de sustancias relacionadas con la inflamación, como la interleukina 6 o la proteína C reactiva. En concreto, los individuos que manifestaban sufrir unos mayores niveles de estrés eran también los que mostraban una mayor actividad amigdalar, así como más signos de inflamación en sus vasos sanguíneos.
«Varios estudios en animales habían señalado antes que había una asociación entre el estrés y una mayor actividad de la amígdala y la médula ósea. Sin embargo, no se había demostrado, como hace este trabajo, todo un mecanismo fisiopatológico que subyace a la relación entre estrés e infartos», apunta María Alonso de Leciñana, coordinadora del Grupo de Estudio de Enfermedades Cerebrovasculares de la Sociedad Española de Neurología (SEN), quien recuerda, con todo, que las conclusiones del trabajo deben ser replicadas por nuevas investigaciones.
Estos trabajos deberán dilucidar también si el estrés contribuye, por otras vías, a elevar el riesgo cardiovascular y de qué forma se combinan sus efectos con otros factores de riesgo cardiovascular.
A la espera de nuevos resultados, los autores de la investigación sugieren que es importante que los médicos tengan en cuenta la necesidad de abordar los problemas de estrés cuando los detecten en las consultas ya que, «más alla del beneficio psicosocial», este abordaje puede redundar en «beneficios para el sistema cardiovascular».
Para estos científicos, el estrés no ha recibido la misma consideración que otros factores de riesgo -como la hipertensión o el tabaquismo- a la hora de prevenir problemas cardiovasculares. Sin embargo, Manuel Abeytua, presidente de la sección de Riesgo Cardiovascular de la Sociedad Española de Cardiología (SEC), señala que la relación entre la ansiedad y los problemas de corazón es bien conocida entre los cardiólogos y sí se aborda, sobre todo, en la prevención secundaria. «Los servicios de rehabilitación cardiaca cuentan, de hecho, con un psicólogo y psiquiatra y una de las cosas que se trabaja con los pacientes es el manejo del estrés», señala.
Uno de los problemas ligados a la consideración del estrés como factor de riesgo independiente es la dificultad de separarlo de otros signos de alarma, ya que las personas estresadas tienden a fumar más, llevar una alimentación pobre y una vida sedentaria. En este sentido, lo importante es recordar que cuantos más factores de riesgo se acumulen, mayores son también las posibilidades de sufrir un infarto, recuerdan Abeytua y Alonso de Leciñana.
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